No
hay, no puede haber separación de la economía de la política porque el mercado
es una institución social. «Es en las comunidades que compartimos los principales riesgos de la vida
económica. Las interacciones sociales entre los individuos —dice John Kay— no
son alternativas a las relaciones de mercado: son los medios mediante los
cuales las relaciones de mercado funcionan
(véase The Truth About Markets, 2003). No entender que esto es así, daña la legitimidad social y política del
mercado.
Tampoco
puede haber una reforma política orientada a fortalecer la democracia, sin
cambios en la manera cómo se crece, cómo se acumula capital y cómo se
distribuye la riqueza que se produce. Los mercados autorregulados generan
asimetrías de poder que luego se traducen en injusticias sociales que los
deslegitiman. Estas asimetrías, por un lado, permiten la extracción de rentas de
los consumidores mediante colusión de precios o su fijación con márgenes de
ganancia que reflejan la existencia de un alto poder de mercado y, por otro, dan
lugar a una distribución desigual del ingreso.
En consecuencia, el mercado autorregulado al generar condiciones para el
ejercicio arbitrario del poder económico y político, puede afectar las
condiciones de vida de la sociedad en su conjunto y erosionar la democracia.
La
defensa de la institución del mercado
Pero
no se puede rechazar la institución del mercado, sobre todo en un país como el
nuestro donde faltan mercados. Los mercados permiten la generación descentralizada
de bienes y servicios que sirven al bienestar de la población. «Nosotros podemos alcanzar nuestros objetivos personales o de grupo —dice
John Kay— sólo a través de nuestras relaciones con los demás». En este sentido el desarrollo de los
mercados puede contribuir también al fortalecimiento de la democracia.
Esto
es precisamente lo que buscó el consenso keynesiano de post guerra que permitió
un crecimiento continuo desde la segunda mitad de la década de 1940 hasta 1973.
Angus Madison llamó a este período el Golden
Age de las economías de mercado. ¿Por qué? Porque el ingreso per cápita
creció entre 1950 y 1973 en cerca de 3% promedio anual (véase «Growth and Interaction in the World Economy:
The Roots of Modernity», 2005).
El
Golden Age fue el período en el que,
según Paul Krugman, el compromiso entre la democracia y la economía de mercado
le otorgó dos papeles al Estado: a) velar por los equilibrios macroeconómicos;
y, b) enfrentar las injusticias sociales generadas por el funcionamiento del
mercado (véase «The Conscience of a
Liberal», 2009). Para este consenso, entonces, defender la economía de
mercado significó optar por su regulación con el objetivo de minimizar las
externalidades negativas que genera su funcionamiento.
Lo
que ocurrió después del Golden Age es
conocido por todos. Se impuso el neoliberalismo en el mundo con la creencia de que
el desmantelamiento de las regulaciones reduciría la volatilidad de la
producción. Se argumentó que las economías de mercado avanzadas habían entrado
a un período que algunos llamaron de la Gran
Moderación, pero esta afirmación se fue al traste con el pánico
financiero de finales del año 2007 y la crisis económica de 2008 cuyas
consecuencias aún persisten.
La
necesaria regulación de los mercados
En
nuestro país las políticas neoliberales acentuaron las externalidades negativas
del funcionamiento autorregulado de los mercados (la pobreza, el subempleo, la
informalidad, la degradación ecológica, el poder de dominio y el rentismo, etc.) que —prestándonos la expresión de Eric
MacGilvray, 2012— diríamos que ahora se han convertido en «asuntos
de interés público prioritario». No se
puede abandonar, entonces, la regulación de los mercados.
Por
ejemplo, es urgente que se regulen las fusiones y adquisiciones empresariales para terminar con las concentraciones, monopolios
o cuasi monopolios que, por su práctica rentista, afectan a los consumidores, impiden
la entrada de nuevos competidores y generan posiciones de dominio que debilitan
a la democracia. Será muy bueno que esta
vez se propicie un intenso debate sobre el proyecto de ley respectivo, que ya
ha sido anunciado por algunos congresistas. (Véase La República, 03-10-2016).
Debe
ponerse en discusión sus principios generales y su modalidad de control
preventivo; los modelos de fusiones, integraciones y adquisiciones; la
conveniencia o no de un tratamiento diferenciado por tipo de actividades (por
ejemplo, servicios financieros vs comercio de alimentos y bebidas); los niveles
de participación en el mercado; la autonomía relativa de INDECOPI y su blindaje
para impedir su captura por el poder económico (prohibir la política de puerta
giratoria); etc. Hay actividades diversas donde se requiere este tipo de
regulaciones: el mercado financiero; los medios de comunicación; las AFP; los
seguros donde se practica el control vertical que encarece las medicinas y
perjudica a los asegurados (véase nuestro artículo del 08/06/2013); el expendio
de bebidas y alimentos, etc. Este tipo de regulación, al fomentar la entrada de
nuevos competidores al mercado, también fomenta las innovaciones y la creación
y expansión de los mercados. Los
mercados concentrados y monopólicos fomentan el rentismo o extractivismo, es
decir, la extracción de ingresos y recursos, sin innovaciones ni aumentos
genuinos de competitividad.
En
general, la regulación es la mejor defensa del mercado. Como señala John Kay «para
que los mercados sobrevivan y evolucionen, la estructura de sus instituciones
debe tener legitimidad. En ausencia de dicha legitimidad, los ricos se disputan
los derechos de propiedad en los tribunales, y la gente pobre lo disputan en
las calles. Y si no hay una aceptación general de la justicia de la
distribución del ingreso y la riqueza, el poder político se disputa en formas
que impiden el desarrollo económico eficaz».
Publicado en el Diario UNO, el sábado 8 de octubre.
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