Desde hace ya un buen tiempo en
nuestro país se habla de crisis en el sistema de partidos políticos. Se dice
que el sistema existente es fragmentado y débil; que los pocos partidos que
existen son dirigidos por «caudillos» sin programas o idearios que movilicen a
los electores. La institucionalidad del
país, dicen otros, es débil; pero al igual que los primeros, no nos dicen cómo
lograr organizaciones fuertes o cuáles serían los elementos fundamentales de un
necesario cambio institucional.
En lo que sigue intentaremos brindarle
al lector un conjunto de reflexiones --todas discutibles, por cierto--, con el
único propósito de iniciar un debate que nos permita construir consensos sobre las
soluciones a los problemas que enfrentan las instituciones y la democracia en
nuestro país.
Hay una crisis de la democracia
constitucional
La corrupción generalizada en todos
los ámbitos de la institucionalidad del Estado, está degradando cada vez más el
sistema de representación política y el propósito de la división de poderes
(ejecutivo, legislativo y judicial). Bajo la democracia constitucional opera
una «clase política» (para usar una frase que gusta a muchos) que actúa
violentando la idea democrática y provocando el hundimiento de la llamada
«representación política».
Los elegidos por el pueblo tienen una
«amplia independencia y discrecionalidad», que les permite practicar la
impostura. Son «agentes» con un amplio ámbito de decisión propia y que no
respetan al «principal» (sus electores). Sin mecanismos eficaces de control,
estos «representantes o agentes» operan en un marco institucional donde
prevalece la impunidad. De otro lado, la democracia constitucional ha
conspirado ella misma, por así decirlo, contra la «virtud cívica», contra la
participación ciudadana, contra el interés de los ciudadanos por su comunidad.
En suma, «El Estado como forma de institucionalización de la política
democrática –dice E. García-- sufre hoy enormes embates que amenazan su estabilidad
interna y externa».
Hay una crisis de paradigmas ideológicos
Desde la caída del muro de Berlín, las
ideologías que le dieron identidad y programa a los partidos políticos de
importante protagonismo en el siglo XX, desaparecieron o, por decir lo menos,
perdieron vigencia. Entonces, los partidos vacíos de contenido se
convirtieron en grupos de interés, más
privado que público, dirigidos por «políticos profesionales» que empezaron a operar con una lógica ajena a la
democracia y al bien público. A esto se sumó
la lógica neoliberal en el ejercicio de la función pública y de las libertades
individuales, que terminó convirtiendo a los partidos –no a todos, por
cierto--, en instrumentos de tráfico mercantil.
Con la crisis de paradigmas, sin
embargo, no terminó la práctica de la concepción «weberiana» de la política. Según
Weber, el fundamento de la política es el poder; y, «el poder se define como la capacidad de imponer a un tercero la
propia voluntad, bien recurriendo a la fuerza bien a través de otros medios. El
poder es, en esencia, dominación». Como señalé en otro artículo periodístico,
políticos tradicionales de derecha y de izquierda comparten esta idea; los une el
discurso weberiano.
Cuando la política se inserta en la lógica del poder, en la lucha por el
poder, pierde su sentido de quehacer colectivo, pierde su esencia de lazo de
conexión social o instrumento de justicia social. Política y justicia están unidas por el mismo vínculo, por
eso no puede haber divorcio entre la ética y la política. La ruptura de este
vínculo abre el camino a la corrupción, a la aparición de «buenos políticos»,
en el sentido de que se hacen del poder fácilmente, pero de conducta
inescrupulosa y corrupta.
El neoliberalismo es contrario al
«bien público»
El neoliberalismo hace énfasis en el
interés privado individual. Fomenta la minimización del Estado, pero acepta su
intervención para socializar las pérdidas de los grupos de poder (recuérdese
los rescates bancarios de fines de los noventa), o para reducir sus costos de
producción y estimular sus inversiones. En este sentido hay un neoliberalismo
de Estado que le hace perder a la
política su carácter de instrumento de justicia social, su orientación hacia la
satisfacción del interés público. La experiencia de las últimas décadas nos muestra
un espacio público crecientemente copado por el interés privado, entre los que
destacan los grupos de poder económico.
Además, con el neoliberalismo se ha
hecho más evidente la sustitución de los ciudadanos por los electores y la
conversión de la democracia en solo un procedimiento mediante el cual los
electores eligen periódicamente a sus representantes. La concepción atomista del
individuo «conduce a una desafección política creciente respecto del interés
colectivo». Por eso, al neoliberalismo no le importa la pertenencia de los
ciudadanos a una comunidad ni que se posibilite su participación en el control
de sus representantes. La discrecionalidad e independencia de estos aumenta con
el neoliberalismo.
A modo de Conclusión
Para que su
carácter de lazo de conexión social retorne a la política, tenemos que
abandonar la idea de que la política es lucha por el poder y la dominación. Si la política –como
sostienen los republicanos-- es
concebida como instrumento de transformación de una realidad construida
en la convivencia colectiva, no puede
ser sino instrumento de justicia social, y esta
es la base de su relación con la ética.
Publicado en el Diario UNO, el sábado 26 de julio
1 comment:
La política, tanto como la economía son ciencias. No hay otra que investigar y proponer modelos y constrastarlos con la realidad y seguir.
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