Tres años de crecimiento sostenido (4.6% promedio anual) en un contexto político permanentemente adverso, pone en evidencia, a mi juicio, la dramática desconexión entre el modelo actual de crecimiento económico y la manera de hacer política en el país. Es dramática, porque las diferentes manifestaciones de la política son más que un ruido recurrente. El sistema político e institucional es retrógrado y, por tanto, contrario al nuevo modo de crecer, es decir, a un proceso económico que está abriendo la posibilidad de reconstruir e integrar al país como nación. La visión fragmentada, socialmente caritativa y conceptualmente centrífuga de los partidos políticos tradicionales, puede hacer fracasar este nuevo germen de desarrollo nacional, el segundo en los últimos 50 años. Mientras la economía crece de modo distinto a sus antecedentes históricos, un elevado porcentaje de la población manifiesta no interesarse en la política y, peor aún, la identifica con corrupción, engaño, mentira, robo y beneficio personal.
Esta desconexión que opera como rémora o como lastre de la nueva economía, es la que le da el carácter de crisis a la coyuntura actual. Es impredecible el producto de su culminación. Un posible desenlace puede ser el retorno a una relativa estabilidad política basada en un consenso en torno al estado de derecho, junto con una bastardización de ese nuevo germen de desarrollo como ocurrió con el proceso sustitutivo de los años sesenta. Otra vez se confirmaría que la economía y la política pueden seguir caminos distintos o contradictorios. No se legitimaría el Estado ante la población mayoritariamente pobre y, ciertamente, no se soldaría la democracia con el desarrollo nacional. Esta es la ruta que pintan los que desean exportar nuestros ahorros, los que no entienden la actual política monetaria, los lobbies económicos, los neoliberales patrimonialistas (que todavía usufructúan del Estado) y... en fin, los que condicionan el futuro del país a la firma del TLC. No está muy lejos el proceso sustitutivo de importaciones para recordar que devino en espurio por el dominio de una oligarquía financiera sobre un estado de derecho de corta duración. La secuela de ese proceso bastardo fue el dominio del Estado bajo un régimen militar: la dictadura.
Pero hay otro desenlace posible: la superación de la actual desconexión mediante la refundación de la política con visión de país. Desde hace ya más de dos décadas (desde el fracaso del proceso sustitutivo y la crisis de la deuda externa, pasando por el fracaso del modelo neoliberal patrimonialista, hasta nuestros días), no se ha construido una concepción de desarrollo nacional que oriente la forma de hacer política en el país. Empleo temporal, crédito barato, banco agrario, tarifas públicas y medicinas a bajos precios, disminución de sueldos de congresistas y altos funcionarios, reformas de segunda generación, etc., son parte de tantos listados inconexos de lavandería que acostumbraron a ofrecer y aún ofrecen los partidos tradicionales.
Por la carencia de visión de país, las políticas del Consenso de Wa-shington, fueron impuestas por la dictadura fujimorista con el apoyo de unos y la indiferencia de otros. Esta dictadura reprimarizó la economía, hizo dependiente al sistema bancario del capital extranjero de corto plazo, fomentó la especulación crediticia, exacerbó el desequilibrio externo, promovió la dolarización y restó capacidad a la política monetaria para administrar el ciclo, atrasó el tipo de cambio conspirando contra la competitividad, pervirtió la política fiscal con una práctica procíclica, empeoró la calidad de vida de la inmensa mayoría de la población y, en suma, sacrificó el crecimiento a favor de objetivos de corto plazo en medio de una corrupción organizada desde el Estado que no tuvo precedentes en la historia del país.
Cuando los partidos políticos se sumaron al movimiento por la democracia, el modelo económico neoliberal y el propio régimen fujimorista habían sido heridos de muerte por la crisis financiera internacional de 1997-1998. Se evidenció su fragilidad y su vergonzante dependencia del capital extranjero. Aquí se originó la crisis que aún no termina. Triunfó la democracia, pero disociada de una concepción de desarrollo para un país pobre y con una economía desconectada de su geografía y demografía. Para soldar la democracia con el desarrollo, hay que refundar la política mediante una agenda de crecimiento integrador del país. Este es el camino del “compromiso democrático” (que anhela Nicolás Lynch), pero de compromiso con un desarrollo que no sea excluyente y que, por tanto, incorpore la erradicación de la pobreza en un nuevo modo de crecer y acumular riqueza. En el Perú actual, esto implica basar la concepción del desarrollo nacional en ese nuevo modo de crecer, cuidando su autenticidad. Este es distinto al neoliberal patrimonialista porque está creando mercados internos y aumentando más el empleo en las provincias; está incorporando al mercado a la población pobre y provinciana del país; está avanzando hacia adentro sin cerrarse al mundo y sin crear déficit externos ni presiones inflacionarias; ya no es adicta al dólar; y, su financiamiento no depende de los flujos de capitales extranjeros.
Diario La República
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