Hemos dicho que el agotamiento del modelo
económico neoliberal coincide con la persistente degradación de la democracia
constitucional liberal, y que esta coincidencia ha configurado una coyuntura
crítica donde el signo de cambios profundos es el movimiento juvenil que, con
sus marchas contra la Ley Pulpín y el logro de su derogatoria, ha abierto el
camino hacia el origen de la política como lazo de conexión e instrumento de
justicia social.
Este signo de un nuevo momento democrático para el país no ha sido
todavía aprehendido por los que se dedican a la «política» y creen que esta es
una tarea de una clase especial y no parte de la vida activa de los ciudadanos.
En este esquema de razonamiento, la democracia no requiere para funcionar de la
participación política de ciudadanos comprometidos con virtudes cívicas, sino
de profesionales de la «política».
Democracia y neoliberalismo
Según la concepción liberal de la democracia,
los derechos individuales están asegurados mediante la profesionalización de la
política. Se prescinde de la participación política de los ciudadanos, porque
se desconfía de ellos, de su capacidad para tomar decisiones. Con el
neoliberalismo, que se impuso en el mundo desde la década de los ochenta del
siglo XX, la legitimidad de la
democracia se ha deteriorado aún más, debido a su sometimiento al «orden
espontáneo del mercado». Se fomenta el individualismo o la dedicación de los
individuos a sus actividades privadas, porque se considera que las tareas de la
gestión pública son responsabilidad de la «clase política». Por eso, las
políticas públicas han sido penetradas por el interés privado y los procesos
electorales se han privatizado (hay compra-venta de «vientres de alquiler» y de
votos).
Con el modelo económico neoliberal el interés
público y, por lo tanto, la democracia, se ha subordinado al interés privado. En
las propias organizaciones llamadas «partidos políticos», las prácticas
democráticas han desaparecido. Con la crisis de las ideologías estas
organizaciones actúan como grupos de interés privado; no les importa
desarrollar ciudadanía, sino llegar al poder para usufructuarlo, siguiendo una
lógica ajena a la idea democrática. No es solo el distanciamiento de los
elegidos y los electores, lo que revela el fracaso de la representación
política, sino su profunda penetración por intereses privados mercantiles. Los
«partidos» y los elegidos no fomentan las virtudes cívicas, no persiguen el
interés general, y tienen una praxis oligárquica que deslegitima a la
democracia representativa.
Cuando no se confrontan ideologías el debate
político es sustituido por el debate sobre trivialidades y, como afirma Eloy
García, este debate es dirigido por expertos en comunicación que solemnizan lo
obvio y «que hacen de la política un gigantesco mercado en el que se lucha por
un poder que ha perdido toda coloración. Es el reino del marketing donde la
imagen se hace sustancia, en el que lo conveniente es no decir nada que
signifique compromiso irrenunciable y donde un agujero en el zapato puede dar
lugar a una pérdida de las elecciones».
La reforma política ¿para qué?
Con la penetración de los intereses privados
en el ámbito de la gestión pública, la democracia ya no es «el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», como la definió Abraham Lincoln.
Las prácticas y decisiones de los poderes del Estado, que son las instituciones
de la democracia constitucional liberal, están lejos del control de los
ciudadanos.
Sin embargo, esta pérdida de legitimidad de
la democracia, la profunda desafección ciudadana hacia las instituciones denominadas
democráticas, no ha socavado el principio democrático, el ideal
democrático
de la participación política en sociedad o la implicación de los ciudadanos en
las decisiones políticas. Se precisa, entonces, de una reforma política que
haga posible la vigencia de la democracia republicana, que permita
revitalizar las virtudes cívicas y reivindicar una nueva manera de hacer
política. En fin, se precisa una reforma política para que sea posible cultivar
la virtud
cívica
superando las reglas de la neutralidad neoliberal o del ciudadano pasivo; para
revalorar el espacio público y enfrentar la corrupción; para institucionalizar la
vigilancia permanente y el control ciudadano de los representantes elegidos y
de los poderes públicos, y para enfrentar de otra manera los problemas
colectivos.
Pero la reforma política que reclamamos no
puede prescindir de la gran transformación económica y social. No es la prédica
ni las nuevas reglas o instituciones que harán que surjan ciudadanos motivados
a actuar a favor del bien común; es necesario un contexto social que permita
mejorar la calidad de la democracia bajo los principios de la justicia social y
económica, del interés general y de la libertad política. Hay que evitar que el
carácter progresivo de la reforma política encuentre su muerte en el «orden
espontáneo del mercado».
A modo de conclusión
La virtud ciudadana es la condición sine qua non de la democracia
republicana. Como dice Eloy García, « Es en el espíritu y no en las leyes, en
el respeto del actuar cotidiano a los postulados de principio y no en los
órganos del Estado, donde reside el remedio a la corrupción y con él, la última
y mejor esperanza de la Democracia. Si el Poder es una realidad humana y si la
política se define como el arte de actuar colectivamente en la (sociedad), no
cabe hablar de Democracia sin ciudadanos dispuestos a obrar virtuosamente, a
elevar el vivere civile
a la condición de virtù.»
Publicado en el Diario UNO, el sábado 14 de marzo.
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